Se cumple un mes de mi estancia en una casa con portal y suelo industrialmente alfombrado con algo que no es alfombra pero tampoco moqueta sino algo más, algo que, por añadidura, huele siempre a suavizante de vainilla.
Hoy es el primer día en que uno tiene ganas de recogerse en casa. A veces la temperatura es inverosímil en Los Ángeles porque no se pronuncia; da igual el exterior que el interior porque siempre hay exacta templanza o destemplanza a un lado u otro de las puertas. Esto, ciertamente, es lo que más me desubica en mi nuevo entorno, algo tan sencillo como esto… Que no sabes si estás dentro o fuera; y eso se extiende a la realidad, y a la ficción.
La vida es un laberinto entre la verdad y la mentira o, mejor dicho, entre lo creíble y lo increíble, que parece lo mismo, pero no lo es. Al mismo tiempo, es fabuloso admitir que aquí, lo más inverosímil y esperpéntico, puede ser verdad, y lo más sencillo y verosímil, en cambio, tanto se sobreentiende que hasta desaparece, se esfuma entre ángeles.
El apartamento 303 equidista a justa distancia entre el cuarto de la negrura y el de la blancura, todo en el mismo hall, muy amplio, y que en nada muestra al visitante ocasional los lugares más cotidianos. El primero es el cuarto escondido donde se vuelca la basura a una boca enorme y aquél otro, en cambio, de pintura color crema en las paredes, es el lugar en el que se lava y se centrifuga casi profesionalmente la ropa por un total de dos dólares cincuenta centavos las dos operaciones.
La boca negra, en uno de los extremos de la planta tres, se acciona en una operación rutinaria pero difícil, porque hay rutinas que nunca se acomodan a uno. Esto es: Se accede de medio lado a una estancia mínima y ahí, medio introducido el cuerpo, se ha de apretar un pedal con la pierna derecha que consiguió entrar al habitáculo mientras se ha de conseguir sujetar la puerta con la mano izquierda sin perder de vista la propia basura que quieres perder para siempre. Ante esta pequeña sala de los horrores, la mano izquierda si sabe lo que está haciendo la mano derecha, y al revés. Hay que aplicarse para que la secuencia transcurra rápido y un tobogán camuflado precipite las inmundicias hacia abajo en abrupta comodidad.
Fuera, en el mágico frontal de la casa rodeado de verde que nada sabe de suciedad ni lejía, todo es palmera y liquidámbar, y sueños rodeados de picante, animales de todos los colores, caramelos y bolsas crujientes de patatas chips que bien recuerdan los paisajes humanos de Toni Morrison, por ejemplo, en The bluest eyes.
Aquí detrás, en el mínimo cuarto de la basura están los envoltorios de todos esos sueños que me recuerdan el título de un cuadro recientemente descubierto en el LACMA: “Sueños de segunda mano”. Así son también las pestañas postizas que aletean tiesas y contentas por las calles y, entre párpados, anticipan rígidos movimientos que, en cambio, se veneran como auténticas genuflexiones, más sentidas incluso que un espeso aleteo de pestañas de pelo color café. Asisto a algo cierto cada día: Sólo lo creíble forma un nuevo paisaje.