Este es el artículo que he escrito para El Asombrario.
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En cualquier caso, comparto contigo esta reflexión, que empieza así:
España está buscando culpables de todo: por el descarrilamiento de un tren, por qué hemos llegado donde hemos llegado, las cuentas no sabidas, las sabidas pero escondidas; todo el mundo está en copia en los mensajes de mail, por si acaso… ¿Si no estuviéramos mal, estaríamos buscando culpables?
En medio de todo llega una foto. Una maravilloso momento de un viaje, y quien la enseña también se siente culpable al hacérmela ver. La culpa lo invade todo.
- Es Oia, Santorini- me dice con la boca pequeña, muy pequeña. Debe estar harto de que le hayan juzgado por (poder) viajar.
En el verano, se intenta escuchar menos y se da la bienvenida al silencio. Es el otro descanso. No pienso en somnolencia sino en silencio, que son dos cosas bien distintas porque el silencio te puede llevar a una enorme actividad, casi puede ser un mar en acción contenida como vemos en esta imagen.
Es tal el derroche de paisaje que emborracha cuando uno lo mira desde la mesa. La belleza parece ficticia, lejana; un póster inmenso pegado en la pared frente a unas mesas cualquiera en un bar de carretera. Estamos tan acostumbrados a distraernos con lo ficticio que olvidamos abrir los ojos ante lo real.
Lo real es mojarse los pies con los ojos. Lo real es mirar al frente y ver ese extraño efecto en la fotografía. Sin duda parece como si alguien le hubiera dado un mordisco a gran parte del horizonte, justo allí, en la parte izquierda de la imagen donde está ese trasatlántico a lo lejos. Lo real es asumir nuestras limitaciones y soñar que ellas, a pesar de todo, nos llevarán lejos.
El horizonte en estos días de agosto es pensar en regresar, la ilusión ya es eso: tener un buen motivo para regresar. Regresar a la rutina, que puede ser el trabajo o la búsqueda de. Regresar es también asumir que no te pudiste marchar. Las mesas, ahí en la imagen, también asumen su realidad. Son un mero escorzo del paisaje cuando quien se sienta donde mira es a otro lugar. Y nada más; silencio, mar.
El verano ofrece eso, un descanso desaprensivo cuando uno ya es sólo el despojo de lo que queda cuando se esfumaron todos los pensamientos. La parte superior de un cuerpo en verano es eso: una mente en blanco. En la parte inferior, en cambio, están los pies, sobre la tierra, y sin embargo casi se mecen al ritmo del agua.
Y entonces llega el mantel. Un mantel de papel que vuela si no colocan rápido sobre él un poco de peso con la sal y la pimienta, o bien el aceite y el vinagre. Antes de la comida, esos cuatro condimentos –que siempre van en pareja- se manifiestan, como para hacerte regresar a la realidad.
Avanzado el verano ya no se recuerda cuándo emigraron las migrañas del invierno, o las noticias sin más. Llega como un runrún que las películas del Lejano Oeste ya no consiguen interesar al público porque “El Llanero Solitario” se queda solo, como nuestros pensamientos frente al mar. Siempre me gustaron las películas del oeste; esas historias llenas de polvo y grandes barreños con agua… En el fondo simbolizan la redención del ser. La suciedad, la hazaña, y la calma. Lo que daríamos todos por tener un buen barreño donde meter a todos los culpables (y a todos los que aprovechan para disfrutar culpabilizando) de tierra, mar y aire… Sería fantástico poder limpiar la mugre del camino. Mientras tanto, quedémonos con el azul, y el mar, que no es un póster, es de verdad; una imagen captada por una persona que allí fue feliz.